13-03-1998

TRIBUNA LIBRE

Freud y el pensamiento filosófico

EUGENIO TRIAS

EL problema de Freud y del psicoanálisis proviene de la saturación lingüística y conceptual que en el más cercano pasado llegó a producir en el escenario de la cultura. El excesivo uso y el generalizado abuso de términos y conceptos convertidos en emblemas culturales, o su banalización en los usos coloquiales de los mismos, ha ocasionado un auténtico oscurecimiento de la significación radical y crítica que ambos tuvieron en sus orígenes, y que aún siguen poseyendo si se les sabe rescatar a tiempo. Cuestionados ambos, a veces, desde frentes de las ciencias humanas que se reputan novedosos, pero que constituyen verdaderas involuciones, lo cierto es que parece prevalecer en ciertos ambientes la idea de que ambos (el autor y su más importante invención) constituyen algo periclitado.

Es, pues, un momento oportuno para rescatar a Freud como un clásico del pensamiento del siglo XX; o mejor, como uno de sus más grandes clásicos; alguien que, por consiguiente, tiene muchas cosas que decir y aportar al ámbito de la Filosofía.

No se trata de asumirlo bajo una identidad que ni tuvo ni quiso tener. Expresamente dijo que no pretendía nunca ser filósofo. Ni fue filósofo ni tiene sentido alguno concebirlo como tal. Pero eso no significa que su ejemplar trayectoria, llena de creatividad e inventiva, no constituya una general revolución en los hábitos del pensamiento contemporáneo. Y que, por tanto, resulte de sus investigaciones una radical y nuclear alteración del espacio de la Filosofía. Hasta el punto de que ésta cambia de sentido y de orientación en razón de la presencia de este genial médico y psicólogo vienés.

Hay un antes y un después en la concepción de la subjetividad a partir de Freud. Wittgenstein considera que el sujeto es «un límite del mundo». Freud, previamente, acertó a pensar el sujeto escindido entre la parte emergente del iceberg, al que denomina «conciencia», y el fondo de misterio inconsciente que, sin embargo, accede al lugar limítrofe al que denomina «preconsciente». El sujeto, se halla, por tanto, dividido en su propio núcleo. No es un sujeto sustancial, tal como fue pensado por la tradición cartesiana; ni es tampoco un sujeto capaz de enajenarse y perderse, como en el Idealismo Alemán, para que finalmente se reconquiste en una reconciliación terminal, espiritual, del sujeto y la sustancia.

Ese sujeto es el sustento y el soporte (frágil, precario y quebradizo) de un sustrato lingüístico y textual que se da curso expositivo a través de la verbalización de sueños, actos fallidos, lapsus; o de las formas neuróticas comunes. Es posible desentrañar los mecanismos mediante los cuales tal verbalización simbólica se produce (los célebres recursos de «condensación», «desplazamiento» e «identificación» consignados en esa obra magna freudiana que constituye La interpretación de los sueños). Mediante esas formas perfectamente asimilables a las figuras retóricas (metáfora, metonimia, sinécdoque, ironía, elipsis, etc.) se construye y des-construye el relato en el cual descubre el sujeto su propia identidad y condición.

Ya que nuestra naturaleza subjetiva no posee otra sustancia y materialidad que la tan etérea y sutil del entramado de narraciones que forman nuestra propia existencia. Y en esos relatos y narraciones que nosotros mismos somos reconocemos, finalmente, aquellos dispositivos fundacionales en y desde los cuales esos relatos se constituyen. En este punto Freud avanza algo tan atrevido y revolucionario como la formalización de esos dispositivos primeros en forma literaria, acudiendo a los grandes mitos urdidos por la gran literatura occidental, que tuvo en Grecia su patria natal.

Esas formalizaciones primarias no son de carácter metalingüístico; tampoco son meta-relatos (como en los discursos denunciados por las corrientes posmodernas); y por supuesto no son formalizaciones obtusas de materia textual y narrativas en formalismos matemáticos, o efectuados por criterios de una cientificidad impostada (y del todo inadecuada).

Esas formalizaciones son inmanentes al trabajo textual, narrativo y literario. Se encuentran en la literatura de siempre; basta para ello saber leer, u oír, atentamente las grandes tragedias áticas, particularmente el Edipo Rey, o el Edipo en Colonna, o Electra, o el Hamlet de Shakespeare; o también la espléndida fábula de Ovidio, en sus Metamorfosis, relativa a Eco y Narciso, para hallar la verdadera escena primordial a la cual deben retrotraerse todos los dispositivos de narración y relato; aquéllos que nos constituyen en lo que somos, en nuestra condición de sujetos (eso sí, escindidos; nunca soldados ni unificados en ninguna ilusión sustancialista).

Precursor del giro lingüístico, del giro textual o narrativo, y de la orientación hermenéutica (anterior en todo ello a los grandes maestros del pensamiento filosófico del siglo XX, Wittgenstein y Heidegger), Freud se levanta ante nosotros como el verdadero padre fundador del espacio de pensamiento del siglo XX, en el cual se asume la naturaleza lingüística y escritural (o textual) del pensamiento como uno de sus principios supremos. Precisamente porque piensa el sujeto escindido (y no soldado en la ilusoria unidad sustancial y sustantiva del pensamiento anterior, poscartesiano, idealista), por esa razón puede concebir el pensamiento como lenguaje: como pensamiento que se concreta y materializa en la expresión verbal; en la cual se ponen en evidencia los mecanismos de simbolización que lo constituyen.

Pero además advierte la imbricación de ese lenguaje con aquello que lo moviliza a modo de primer motor: el deseo, un deseo (o eros) concebido en toda su radicalidad sexual (según corresponde a los dispositivos fundacionales trágicos, patentes sobre todo en el Edipo Rey, en los cuales el estigma sexual del deseo, como motor inconsciente, se pone plenamente de manifiesto).

Eugenio Trias es filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO

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