A vueltas con el «pensamiento único»
Augusto Klappenbach, El País, Viernes, 23 de Enero de 1998
 
En un artículo titulado A favor del pensamiento único (EL PAÍS, 24 de octubre de 1997), Xavier Rubert de Ventós emprende una defensa de la idea de Mercado (así, con mayúscula), a la que equipara con la idea de Contrato Social que Rousseau postuló en el siglo XVIII y que provocó, según él, críticas semejantes por parte de los intelectuales de su tiempo. Si bien, digámoslo desde el comienzo, suaviza esa defensa con algunas correcciones socialdemócratas.

Lo primero que llama la atención es que un autor que cultiva la filosofía no advierta que los términos pensamiento y único son incompatibles, o bien, para hablar con más precisión, que la unión de ambos términos constituye lo que los antiguos llamaban una contradictio in adiecto, es decir, la atribución a un sustantivo de un adjetivo que contradice su significado. El pensamiento, para serlo, no puede renunciar a su tarea crítica, que implica la confrontación permanente con otros pensamientos, sin caer en escolasticismos que lo convierten en una repetición mecánica de doctrinas consideradas incuestionables, como lo hicieron aquellos a quienes el mismo Rubert acusa de desacreditar el socialismo desde Moscú. No hubo en la historia ningún absolutismo que no buscara su legitimación en algún pensamiento único, desde la doctrina del derecho divino de los reyes, pasando por el contractualismo de Hobbes y terminando (¿terminando?) en la ideología del neoliberalismo en boga.

La doctrina del pensamiento único es otra variante del anuncio del fin de la historia y la muerte de las ideologías: la historia ha terminado, dicen los nuevos profetas, porque el liberalismo se ha impuesto como «el último paso de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal como forma final de gobierno humano» (Fukuyama dixit). Desde este punto de vista, la muerte de las ideologías sólo se refiere a aquellas que no coinciden con la propia: la ideología liberal no sólo pretende el triunfo definitivo, sino la definitiva aniquilación de sus adversarios. Es decir, un pensamiento sin contradicciones globales, sin confrontación con lo distinto, ocupado tan sólo en el cálculo económico y la interminable resolución de problemas técnicos. Me cuesta creer que Rubert de Ventós adhiera a un modelo de este tipo, mezcla de ignorancia histórica y creencia religiosa; prefiero suponer que intenta atribuir a la expresión pensamiento único un sentido distinto del que tiene habitualmente, quizá en un fallido intento de épater le bourgeois. Sin embargo, más de una idea de su artículo coincide con los tópicos al uso de la nueva religión del Mercado.

Una de ellas consiste en suponer que la idea de Mercado abre un espacio de pluralidad, tolerancia y universalidad, «sin Doctrina ni Estado interpuestos». Además de suponer gratuitamente que esa idea no supone ninguna «Doctrina», esta afirmación implica asociar, como frecuentemente se escucha, la idea de Mercado con la de Democracia. Nada más falso: a diferencia del Contrato Social de Rousseau, injustamente considerado como ejemplo de pensamiento único, el Mercado goza del privilegio de ejercer el poder sustrayéndose por completo a la voluntad de los ciudadanos. Las decisiones se toman en despachos a puerta cerrada, y no en los parlamentos; la planificación de la economía (la economía es siempre planificada) responde a los intereses de gestores que gozan de un poder que nadie les ha concedido y no tienen que rendir cuentas ante nadie de sus decisiones. Y ello con la ventaja añadida del anonimato. El adelgazamiento del Estado no supone la apertura de mayores espacios de libertad, sino el desplazamiento del poder a zonas cada vez más opacas.

Desde este punto de vista, la famosa globalización de la economía poco tiene que ver con la aspiración a la universalidad que caracteriza lo mejor del pensamiento ilustrado. Implica más bien el retroceso del espacio público para dejar paso a la toma de decisiones que responden a intereses particulares, utilizando el mercado mundial para escapar a cualquier control democrático. Bastaría pensar en las últimas crisis monetarias internacionales para comprender que el capital financiero -improductivo por definición- se convierte cada vez más en árbitro de la distribución de la riqueza. De hecho, la única globalización realmente vigente es la que se refiere a la circulación de capitales y alta tecnología, mientras el mundo desarrollado se defiende con uñas y dientes de la irrupción de trabajadores extranjeros y los productos competitivos de los países pobres siguen esperando la eliminación de medidas proteccionistas.

Creo que Rubert de Ventós cae en una de las trampas más peligrosas del pensamiento único: hay que elegir, se dice, entre el Mercado y la vuelta a los modelos fracasados de la Europa del Este, entre la libertad y el más crudo estatismo. Se trata del viejo truco de construir artificialmente un enemigo contra el cual resulte fácil luchar. Aceptar esta alternativa implica caer en la pereza mental que caracteriza la actual situación de la izquierda: en lugar de recoger críticamente la experiencia del pasado y atreverse a elaborar un proyecto que desarrolle esas viejas aspiraciones de justicia e igualdad que han marcado el pensamiento progresista (lo que hizo Rousseau en su tiempo), se prefiere aceptar la omnipotencia del Mercado y limitarse a corregir sus desvaríos con tímidos matices de contenido humanitario.

Este camino, quizá sembrado de buenas intenciones, termina por aceptar las reglas de juego del adversario. Si la idea del Mercado se sigue escribiendo con mayúscula, su lógica tiende a imponerse a cualquier filantropía: en un Mercado mundial, el poder tiende a concentrarse en pocas manos, y serán ellas las que fijen las reglas de juego para la inmensa mayoría. Por sí mismo, el Mercado no admite otra lógica que la competitiva, y el resultado de esa competitividad universal conduce a dividir el mundo entre triunfadores y perdedores. Que es lo que está sucediendo. Otra cosa sería contar con el Mercado como uno más de los mecanismos de creación y distribución de riqueza y ponerlo en función de lo que realmente importa: en palabras de Aristóteles, el deseo humano de «vivir bien». Y en esto consiste la asignatura pendiente de la izquierda.

Quizá se pueda acusar de utópico un pensamiento que ponga en cuestión la hegemonía del Mercado. Pero, sin hablar de la importancia de las utopías en la Historia, me parece aún más utópica la concepción de un Mercado mundial espontáneamente autorregulado por una mano invisible que le confiera «el monopolio de la racionalidad y la eficacia».

Augusto Kapplenbach es profesor de Filosofía de Bachillerato.