El cielo de Ícaro: materialismo y felicidad

Saúl  M. Aguirrebengoa

A. Comte-Sponville: El mito de Ícaro. Tratado de la desesperanza y la felicidad, vol.1
 Madrid: Antonio Machado Libros, 2001

El mito de Ícaro. Tratado de la desesperanza y de la felicidad fue recibido en su día como “ un ensayo magistral” (Le Monde) y como “el acontecimiento filosófico del año” (Le Point). Gracias a la iniciativa editorial de Mínimo Tránsito, y a la excelente traducción de Luis Arenas, por fin podemos disfrutar de esta obra en nuestro idioma, cuyo objetivo fundamental, manifestado explícitamente por el autor, consiste en saber si es posible plantear una filosofía materialista que se atenga a su original significado de amor a la sabiduría. Se trata de pensar, hasta sus últimas consecuencias, en la sabiduría y el materialismo como las dos caras de una misma moneda

En el transcurso de  la obra, el mito de Ícaro servirá como referente simbólico para entender de un modo fluido (y ciertamente hermoso) al materialismo como una dialéctica de lo sublime, una dialéctica ascendente a la vez que material. Ícaro alcanza la sabiduría en el momento que se desespera de buscar una salida. En la crítica a las ilusiones de la sabiduría materialista  se encuentra la alegre desesperanza por la que la felicidad se hace pensable y posible. No hay solución del laberinto, no hay salida. Lo único que Ícaro puede hacer es fabricarse unas alas para sublimar su deseo de escapar en un gozoso vuelo que, a su vez, es el vuelo creador de un cielo que se convierte en el nuevo y amplísimo horizonte de su deseo. Pero ese cielo es efecto, nunca causa. Ícaro disfruta del vuelo hasta que, inexorablemente, cae. Ahora bien, la inevitable caída no invalida el vuelo así como la muerte no invalida la vida, del mismo modo que el arte de la navegación no queda invalidado por los maremotos. La infelicidad es un hecho, una cosa, luego es preciso inventarse la felicidad aunque ésta no sea eterna ni absoluta.

Comte-Sponville   no deja de insistir  en que su objetivo no es ser original ni exquisito, sino ser certero. La obra podría prescindir del mito para explicar de una manera exclusivamente discursiva y racional su contenido, pero el mito le otorga claridad y belleza. En ningún momento se utiliza una metáfora cuyo significado no sea evidente, y, si no lo es, hay un claro esfuerzo por hacerlo inteligible.

La apuesta del filósofo parisino  es devolver a la filosofía su autentico sentido, abandonando tanto los inútiles juegos verbales como la mera y estéril erudición, que no son sino síntomas del elitismo intelectualista  y del renovado finalismo  que tan de moda están hoy día.

El mundo actual está marcado por la decepción, no por la desesperación. Nuestro tiempo no es el de la desesperanza, sino el tiempo del desencanto. Cada nueva esperanza tiene la única función de hacer soportable la frustración de esperanzas previas y la filosofía puede hacer muy poco para enfrentarse a la atrocidad presente del mundo. El sufrimiento y la muerte no son problemas, sino hechos. El mundo es lo que es y nada puede hacer la filosofía por cambiarlo. Los seres humanos no somos dioses y nuestro discurso no es más que producción y desplazamiento de sentido, nunca creación de ser.  La filosofía no transforma el mundo y, sin embargo, sí puede cambiar la vida. La única felicidad consiste en un pensamiento dichoso, la felicidad es un modo de pensar, por lo tanto, sólo  gracias a la desesperanza podremos alcanzar la sonrisa del Buda, la risa de Demócrito, el sosiego de Epicuro y la alegría de Spinoza.

 El materialismo que nos presenta Comte-Sponville  es mucho más que un discurso político, es una actitud vital y filosófica que tiene sus representantes en todas las épocas en las que  ha surgido pensamiento. Con esto no se pretende forzar una linealidad ficticia y legitimadora de ideales concretos, diferentes son los pensadores como diferentes son las personas y las épocas, pero es en lo común donde buscamos la verdad, aunque sea ilusoria, pues  la diferencia no nos saca del laberinto,  sino que sólo encuentra más corredores para llegar al mismo sitio. 

Todos tendemos a escondernos en la charlatanería o en los juegos de la ilusión. Pero, a pesar de ello, hay días en los que uno se detiene y reina el silencio. Por fin la soledad, la sinceridad muda que nos revela el origen de  la angustia. Ícaro detiene su enfermiza marcha hacia una inexistente salida del laberinto. Extenuado por la larga caminata, empieza a comprender que no hay salida, que su carrera era vana, su esfuerzo inútil y decepcionante. De improviso, una extraña serenidad empieza a sobrecogerle. El sosiego de lo real hace acto de presencia: nada que esperar, nada que temer. Cae la angustia y  aparece la desesperanza.

II

Antes de proseguir, es necesario aclarar que la desesperanza no es tristeza ni decepción. La tristeza es un estado negativo, pero la desesperanza que aquí se propone es neutra, es el grado cero de la esperanza. Con  Wittgenstein,  Comte-Sponville afirma que la desesperanza es un estado sin porvenir, sólo el que vive en el presente vive en la eternidad.

Desesperar no es un estado original, primero hay que perder la ilusión de un modo consciente, la desesperanza es una acción, una praxis. André Comte-Sponville piensa que la esperanza es la droga del porvenir, y este último es siempre la medida de una carencia, la consciencia de una debilidad presente.

Las trampas de la superstición son la  esperanza y el miedo; la primera trampa  es miedo a ser decepcionado; la segunda, esperar ser tranquilizado. El infierno está empedrado de ilusiones frustradas y miedos sin objeto, donde el único refugio posible es renunciar a soñar.

A partir de aquí, muchos autores serán mencionados. Comte-Sponville es perfectamente consciente de las distancias que hay entre ellos, sin embargo, lo que a él le importa verdaderamente es encontrar los nexos que nos permitan vislumbrar una posible respuesta a la búsqueda fundamental de la filosofía: ascender a  ese estado en el que la vida adquiere sentido, la felicidad.

Para Spinoza no hay esperanza sin miedo, los falsos placeres son verdaderos sufrimientos, y no hay esperanza que no apunte a una impotencia original del alma, de tal modo que  la esperanza es siempre  promesa de tristeza. Freud se percató del verdadero conflicto: principio de placer contra el universo. El sistema total de la naturaleza se opone a la felicidad, no hay creación ni plan cósmico, la única huida posible reside en la sublimación, aunque esta no sea más que ilusoria. Para Demócrito la verdad está en el fondo del abismo. Hay que pensar desde abajo. Normalmente se miente por horror al vacío, miedo a la verdad del silencio. Por eso el primer paso es dejar de mentir, empezar por el silencio, callar.

Spinoza refuta a Descartes, Dios no crea la verdad sino que Dios es la verdad eterna e increada,  es naturaleza. La  primera parte de la Ética de Spinoza nos demuestra que la verdad objetiva no necesita de sujetos.

En sus Pensamientos, Pascal nos recuerda que no vivimos nunca, sino que siempre esperamos vivir algún día, siempre estamos preparándonos para un futuro que nunca llega. Sin embargo, Epicuro no quiere retrasar más su felicidad, la desesperanza se convierte en ataraxia: el sabio que ha logrado desesperarse de los hombres y de los dioses vive en plenitud.

Cada uno de nosotros crea sus propias alas e inicia su propio viaje, la cuestión es desesperar del laberinto. Siempre podremos huir, pero nunca salvarnos. Debemos aceptar la paradoja de que la única salvación posible es renunciar a la salvación.

El budismo originario, el ateo,  estaba en lo cierto, no hay paraíso. Sólo renacemos eternamente para sufrir y morir de nuevo.  El laberinto de la reencarnación es  Samsâra, y el  Nirvana no es lo contrario de la rueda de la vida, sino que es su verdad. Hay un innegable paralelismo entre la risa de Epicuro y la sonrisa de Buda. La desesperanza es inexistencia de turbaciones y extinción de los falsos placeres.

Todo esto nos lleva al cuestionamiento del sujeto que alcanzó su plenitud en la modernidad, pero que los clásicos ya  vaticinaron. Para Epicuro el yo no es sustancia, tan sólo es el efecto de una estructura. En realidad sólo existen los átomos y el vacío. Para él, la vida sólo es un accidente.  Tanto en nosotros como fuera de nosotros hay vida, pero la vida no es un ser. Lo vivo no es una cosa, es movimiento. Lo único que hay son combinaciones fugaces cuya aparente continuidad es tan solo ilusoria.

Para el budismo el yo no existe. No hay sujeto, ni alma, ni atman. Tan sólo existen sueños, pero no hay ningún soñador. Sin embargo, Comte-Sponville cree que  al budismo le falta pensar de un modo no metafórico la permanencia del yo como efecto ilusorio de la impermanencia. Para el autor de esta obra, hace falta pensar la unidad como efecto de lo múltiple, y la personalidad como efecto de lo impersonal.

Los papeles ilusorios que representamos en la vida son la única realidad, no hay nada en nosotros que permanezca, tan sólo la ilusión. No hay rostro detrás de la máscara, lo único real es la máscara, es decir, la persona. Por eso la sabiduría materialista consiste en aceptar la no-posesión de sí, en  aceptar no ser más que la sombra de uno mismo.

Pero aceptar la insubstancialidad del yo no es renegar de la filosofía, el “conócete a ti mismo” es una invitación a la ciencia de los sueños, sí,  ¿y por qué no? La ilusión tiene también su verdad, y eso es algo de lo que saben mucho los astrónomos.

El sabio vive en un mundo sin tristeza y sin esperanza. La sabiduría materialista representa ese feliz encuentro entre filosofía y desesperanza.

Para el idealismo la verdad viene de lo alto. El objetivo de esta obra es, por el contrario, comprender cómo el pensamiento de lo bajo desemboca en la idea de una subida. Junto a Marx, ascenderemos de la tierra al cielo.

III

Tres son los laberintos sobre los que Comte-Sponville reflexiona en esta obra: los laberintos del yo, los laberintos de la política y los laberintos del arte o de la belleza. De su análisis, se ofrecerá una conclusión provisional que invitará al lector a  replantearse  las preguntas fundamentales y originarias de la filosofía.   

El primer laberinto al que se hace referencia coincide con lo que Comte-Sponville denomina “el sueño de Narciso”, el laberinto del yo.  Se muestra cómo la debilidad de Narciso no reside en amarse, pues el amor de sí mismo es  sabiduría y virtud. Si hay que amar al prójimo como a uno mismo, entonces es inevitable empezar por el egoísmo. El error de Narciso sólo consiste en amar una imagen, Narciso sólo amaba a un simulacro.

El laberinto del yo es el laberinto del pensamiento, y la única salvación consiste en darse cuenta de que el yo no es la causa, sino que, como mucho, es un efecto de un juego múltiple e indefinido de estructuras.

La sabiduría de la desesperanza consiste en  comprender que uno no es nada, para, después, resignarse a ser sí mismo y dejar soñar a Narciso.

Como diría Spinoza, la imaginación es una ilusión, sí, pero una ilusión necesaria. Marx le acompaña afirmando que la ideología tiene su propia racionalidad. Del mismo modo que, para Freud, el sueño no es cualquier cosa.

André afirma que el materialismo nos ofrece una lección de tolerancia. Si no hay  un yo substancial, cada uno de nosotros no es sino el efecto de unas determinadas circunstancias. Solo hay una naturaleza eterna e increada que incluye la historia de los individuos, una naturaleza que, inevitablemente, siempre perdona. Además, la tolerancia también es con uno mismo. Si no hay alma ¿Para qué torturar lo que no existe? Lo único que importa es la felicidad, algo que nunca encontraremos odiándonos a nosotros mismos.

El materialismo es un amoralismo porque vivir es desear y la experiencia del yo no es más que la experiencia del deseo. Toda voluntad remite a simulacros y todo simulacro remite a una voluntad, pero esto no es un círculo vicioso. La voluntad que los simulacros producen es una voluntad concreta y determinada, por otro lado, la voluntad determinante es la voluntad selectiva, voluntad libre de elegir entre diferentes voluntades determinadas posibles.

Toda elección es el efecto en mí de una selección entre los posibles, llevada a cabo según la potencia de la voluntad entendida como tendencia determinada pero determinante hacia el placer. Es Venus quien gobierna, por lo tanto el espíritu no es sujeto del deseo, sino su lugar. El yo no es un ser, sino que tiende a perseverar en el ser. El yo no es un todo, sino una parte del todo que se esfuerza por perdurar. El yo es una fuerza vital que se esfuerza en mantenerse y aumentarse, gozar y perdurar.

La primera parte del Mito de Ícaro, desvela la ilusión de un concepto del yo que proviene principalmente del idealismo platónico. El Banquete de Platón presenta un recorrido dialéctico hacia el amor inteligible. Platón, al contrario de Ícaro, reconoce al conocer, para el discípulo de Sócrates, elevarse es recuperar una altura inicial. Sin embargo, Ícaro crea sus propias alas, conocer es descubrir, y  elevarse es crear algo nuevo que no preexistía. No amamos lo que es bello, sino que encontramos bello lo que amamos. El amor es producción de belleza, por lo tanto  no es el cielo el que hace posible el vuelo, sino que es el vuelo (la sublimación del deseo) el que crea el cielo como horizonte de deseo.

La locura de Narciso consiste en querer poseer un yo que no existe.  No saldremos del laberinto del yo sino renunciando a la posesión.

 Esta vez es Spinoza contra Pascal: amor de sí es contento de sí, y en vez de humillarnos con nuestra miseria, nos elevamos, alegrándonos, en el paso a una mayor perfección.

El amor de sí no es el amor propio de los envidiosos ni el orgullo de los ignorantes. El sabio, al renunciar a la posesión, se siente satisfecho por ser, es decir, por actuar y  por conocer.

El odio a uno mismo conduce a la religión. El sabio es anti-narciso, pero no por odio hacia sí. Odiarse es tomarse demasiado en serio. La risa corresponde más con nuestra vana y a veces ridícula condición humana. Solo hay átomos y vacío. Riámos.

IV

No hay  otra sociedad que la formada por Narcisos. Pensar la sociedad es pensar cómo pasar del yo al nosotros. Y esto no es un puente del egoísmo al altruismo, sino que es el paso del egoísmo de uno al egoísmo de la multitud. Para Comte-Sponville poco importa si la conciencia es un producto social o al contrario, parece que hay suficientes problemas como para preocuparse del huevo o la gallina. Lo que urge pensar es el juego colectivo de intereses y  buscar el equilibrio en la discordia.

Este es el primer asalto al cielo, los laberintos de la política. Todo es poder y juego de poderes, los deseos o se enfrentan o se suman. Por eso toda política es lucha, y aunque sea cierto que pueden existir políticas pacifistas, nunca existirán políticas pacíficas.  La única apuesta de la política es el poder.

De Marx, Engels y Lenin se desprende toda una teoría de la opresión. Cualesquiera que sean las formas de ejercer el poder, éstas son siempre la expresión de una relación de fuerzas. Todo Estado, incluso el más democrático, es opresivo. Es evidente que la tendencia de muchos será negar la realidad de esta opresión, pero esto lo dicen o bien porque ejercen el poder o bien porque lo temen y lo sufren. El apoliticismo siempre es sospechoso de ser la máscara de una política dominante. Sólo los vencedores del día tienen interés en negar la opresividad del poder para asegurarse así la perpetuación de su especie política. La ausencia de guerra física no es la paz, sino que es la misma lucha adecuada bajo otras formas. El apolítico, el tecnócrata y el burócrata enmascaran su poder para suprimir el de los otros.

Ahora bien, todo poder es opresivo, pero no todas las opresiones tienen el mismo valor. A todos nosotros nos compete delimitar la opresión que soportamos. La libertad también es un combate.

El materialismo de Comte-Sponville  piensa la política como una dialéctica ascendente, piensa la ascensión que va del primado de la materia hacia la primacía del espíritu. Ser materialista es pensar que el ser no tiene valor y que el valor carece de ser, del mismo modo que el valor no es verdadero y la verdad carece de valor. Desesperanza.

Se puede comprender mal a Spinoza como un platonismo de la inmanencia. Pero Spinoza sabía que en política hay que ser antiplatónico, es decir, anti-idealista. El ideal político en el que uno cree es una producción ilusoria. No existe realmente y nunca es causa, sino efecto, aunque no por ello debamos negar su primacía.

El idealismo es la creencia de que el ideal existe en algún sitio fuera de este mundo. La ciudad perfecta de la República de Platón es a la política lo que la belleza es al Banquete.El idealismo político inaugurado por Platón implica una política descendente donde Dios y no el hombre se presenta como la medida de todas las cosas. El platonismo es una política religiosa  incapaz de pensar el progreso, pues concibe a la historia como el ocaso de la eternidad. La verdad viene de lo alto y la edad de oro está siempre a nuestras espaldas. El ideal de ciudad aparece como anterior a la ciudad efectiva, para el platónico  conocer es recordar y avanzar es retroceder.

El militante materialista sabe que ni tiene razón ni está equivocado. Sabe que ningún partido es el mejor y que ningún combate es el bueno. La ilusión está en el corazón de la ideología y, por lo tanto, de la política.

El militante materialista se da cuenta de que vive las mismas ilusiones que su hermano-enemigo idealista, vive la ilusión de tener razón. Sin embargo, la diferencia radica en que la ilusión es considerada como tal, y no como causa. Esto es muy importante, al concebir el ideal como causa final y como objeto de un saber superior, inevitablemente caemos en un  elitismo político intelectual. Peligro de caudillismo. 

La política siempre es juego de fuerzas, nunca  hace surgir la bondad. Siempre hay niños que mueren de hambre o bajo las bombas, y para eso no existe ningún principio absoluto que pueda legitimar la atrocidad. La política carece de todo sentido que no sea estrictamente político.

 El narrador de este ensayo  afirma que el utopismo idealista es un platonismo invertido, el porvenir ocupa el lugar de la edad de oro recordada y reconocida. El deseo de justicia acaba suponiendo la existencia real y absoluta de lo justo en sí. Y en política, la impotencia de la utopía es la impotencia de la verdad. El estalinismo no es un efecto necesario del marxismo, tan sólo es la consecuencia de entender a Marx y a Lenin desde una perspectiva platónica. La utopía es la religión de los ateos.

Es indudable que no se puede vivir la política sin asumir la ilusión, la política siempre es idealista. Sin embargo, la filosofía de la política no tiene porqué ser idealista. Por lo tanto, el materialismo es despertar de un sueño que, sin embargo, continua. Si bien no hay una política materialista, sí puede haber una filosofía materialista de la política.

Según Comte-Sponville, Stalin no es un injerto exterior al marxismo, sino que es una aplicación platónica del mismo: quien conoce la verdad debe aplicarla, la verdad no se vota, conclusión: diez millones de muertos.  Cuando todo procede (desciende) del mundo de lo inteligible, la política se convierte en política religiosa. La ciudad ideal está por venir, todo sacrificio es lícito. Si el porvenir ya se conoce, el progreso no puede ser sino una reminiscencia.  De este modo, para el idealismo la mejor forma de avanzar es no moverse.

El materialismo de Epicuro, indirectamente político, consiste en  oponerse a toda teoría religiosa de caída, pues la historia carece de fin. No habrá edad del oro porque el desorden tiene la última palabra. Todos los hombres valen igual, no hay élite política ni política de la élite.

 La ascensión dialéctica Spinoziana consiste en lo siguiente: la seguridad, la paz y el derecho no son algo dado, sino algo producido. La democracia radical es la potencia de la multitud. Lo más bajo (los ciudadanos) son la causa de lo más alto (el Estado).

La razón no es buena porque una a los hombres, sino que por unir a los hombres es por lo que la consideramos buena.  El materialismo es racionalismo en cuanto a que si el hombre está subordinado al deseo, y la sociedad es una pluralidad conflictiva de deseos, el hombre no puede sino desear su propia sumisión a la razón para evitar la guerra de todos contra todos.

Primado y primacía. El materialismo concibe el primado de la guerra y la primacía de la paz, el primado de la fuerza y la primacía de la libertad.

Hay que diferenciar entre la causa y el efecto, y no por ello rechazar lo segundo. El materialista tiene ideales, pero sabe que son el resultado de una producción de sentido, nunca el sentido en sí mismo. No hay sentido absoluto ni  manera de escapar del laberinto. Volemos.

V

Si hay algo a lo que le corresponde la función de  ser productor de ilusiones eso es al arte.  Así nos adentramos en el tercer y último laberinto que se inspecciona en este volumen.  El arte es pura ilusión, es el laberinto de lo bello. Sin embargo, las obras de arte existen, son cosas. Para el autor de esta obra, el espectador ocioso suele olvidar la labor intrínseca a toda producción artística, y es justamente esa contemplación perezosa la que le otorga al arte su carácter ilusorio.

La primera ilusión del arte consiste en creer en la universalidad y objetividad de lo bello en sí. Por el contrario, la cruda realidad nos demuestra que la satisfacción estética es siempre subjetiva. El arte es la prisión estética del yo porque siempre remite a un sujeto que, recordemos, no tiene existencia real, sino que es efecto ilusorio de un movimiento eterno e increado.

La segunda ilusión, que es consecuencia de la primera, se basa en la creencia de que la belleza apreciada en la obra de arte es causa de su producción y no su efecto, es decir, la ilusión del finalismo idealista. A todos nos cuesta pensar que la Novena Sinfonía de Beethoven sea un hecho contingente, pero la verdad es que ella pudo haber sido de otro modo, e incluso pudo no haber sido nunca. Esta es la ilusión de creer que el artista no produce, sino que desvela.  Es la ilusión que consiste en creer que la obra está engendrada por una idea que nos precede y nos gobierna.  El arte idealista cree participar de lo bello. .

En esta parte de la obra se ofrece una manera inmanente, es decir, no religiosa, de comprender el arte. Para ello se fija la atención en el ejemplo del surrealismo que, según Comte-Sponville , representa uno de los principales platonismos del siglo XX.  Existe una gran convergencia entre el surrealismo y el romanticismo: el gusto por lo extraño, el interés por el mundo de los sueños, la desconfianza frente a la razón y la tentación de abrazar lo místico y lo sobrenatural. Son muchos los nexos entre ambas corrientes, pero, si hay alguno que predomine ese es el primado que se le reconoce a la inspiración. El surrealista sólo puede recurrir a la inspiración para justificar esa diferencia radical que le dignifica. Lo inconsciente no está al alcance de cualquiera ni en cualquier momento. Hay sujetos elegidos, profetas de la belleza. Para Comte-Sponville el surrealista es un beato sin Dios. Este tipo de artista se considera a sí mismo como un canal por donde transcurre una manifestación de la belleza, de este modo  el creador de la obra no es el que verdaderamente la produce. El surrealismo funciona de la misma  manera que la utopía, puesto que también es un platonismo invertido. Pero la inversión aquí ya no es temporal, sino que es más esencial, ya que afecta a la naturaleza misma de la inspiración. La estética surrealista invierte la naturaleza de las cosas afirmando que la obra existe con anterioridad ontológica a la creación de la misma. Esta es la tesis estética central del surrealismo: el arte no es producción, sino revelación;  no hay creación artística, y, de haberla, no sería producción del hombre. El artista no crea belleza, sino que la contempla y la transmite.

A partir de este ejemplo de estética religiosa, podremos sopesar las principales características y objetivos de la estética idealista  para confrontarlas con sus antítesis estéticas del  materialismo  de  André Comte-Sponville .

El primer ideal estético religioso es el culto a la originalidad. La distinción es el objetivo primero del esteta del laberinto. Esa originalidad reside en haber sido elegido por lo superior para ser el instrumento de su voluntad. La belleza habla por medio del artista y a través de la radical distinción del mismo.  Sin embargo, la estética materialista apuesta por el deseo de lucidez, esto es una  pretensión de  universalidad al estilo Spinoziano, es decir, carente de sujeto. La unicidad del genio reside en que este se convierte en un punto donde se condensa lo universal en lo singular. Ser original no es ser único, Comte-Sponville ve claramente en qué es único Mozart, pero no en qué resulta original.

El segundo ideal del artista platónico es la espontaneidad, que siempre apunta a un deseo de omnipotencia. Ningún artista, por grande que sea, carece de límites. Nadie logra realizar absolutamente todo lo que quiere. Sin embargo, el artista espontaneo quiere todo lo que realiza, porque nunca ha premeditado realizar nada, la cosa se ha hecho sola. De algún modo, para este tipo de artista su obra es su destino, su espontaneidad no es otra cosa que pasividad frente a sí mismo. El surrealista es libre al someterse a sí mismo, un sí mismo que coincide con  una especie de realidad no óntica que le trasciende.

Para  el esteta materialista el arte es trabajo y dedicación. El artista debe exigirse al crear y exigir al contemplar. La originalidad y la espontaneidad en poesía han  provocado que hoy día haya más escritores de poesía que lectores. El idealismo estético a degenerado en la creencia de que todo el mundo puede ser un artista, lo único que parece necesitarse es esa mítica inspiración espontanea. Pero, por el bien del arte, será mejor que no nos engañemos más, el arte exige mucho más que inspiración, también hay que ser artista. Y ser artista no es una actitud mística, es un esfuerzo mental y físico por mejorar, es un acto de inteligencia, y no un ejercicio de éxtasis místico. Es cierto que varios artistas han podido prescindir de lo racional para producir grandes obras, de algún modo entraban en una especie de trance inconsciente que les permitía acercarse a los lugares más profundos de la psique humana, pero eso no es una causa para pensar que estos grandes creadores prescindían de la inteligencia y del esfuerzo.

El misterio es otro de los pilares de la estética religiosa. El misterio es una noción muy conveniente para hacer de lo incomprensible una maravilla, donde lo absurdo se transforma en verdad y lo insensato en profundidad.  La oscuridad protege al arte divino, de ahí ese gusto por el esoterismo y lo sobrenatural en el arte contemporáneo. El público no entiende nada y, sin embargo, se habitúa a no comprender como signo de calidad. Esa es la razón de que no dejen de aparecer especialistas de arte que sí comprenden el misterio, pues los dioses ocultos siempre necesitan de hermeneutas que les interpreten. Todo cuadra, dado que el sentido está oculto por el velo del misterio, es normal que la obra parezca insensata. A partir de este momento, la crítica de arte se  convierte en  una segunda obra cuya función es aclarar el misterio a partir de otro misterio. El artista religioso desconfía de la razón  y, por un precio módico, nos ofrece un filtro de lo absoluto.

Ante esto, Comte-Sponville apuesta por la claridad. Si la belleza se entiende como efecto en nosotros de una producción artística, cuanto más clara sea esta, más posibilidades habrá de que el público la comprenda. Claridad no es simpleza, los grandes genios del arte no llegan a serlo por lo incomprensible de sus obras, sino por su capacidad de hacer comprender al público lo que pretenden expresar.

El credo del surrealista también necesita de la resurrección, la posteridad es el paraíso de los artistas, su destino último y específico. Para el artista narciso, crear siempre es una carrera hacia el porvenir. El mañana  tendrá razón contra hoy  con la condición de que el hoy tenga razón contra el ayer. El culto por la vanguardia es destructivo, a la par que justifica un inmenso ingente de capital en movimiento. Por el contrario,  para el materialismo, el concepto “vanguardia artística” está vacío de sentido. El arte no avanza hacia ningún sitio, sino que, como mucho, cambia. Nadie ha superado a Miguel Angel en escultura, el arte del pasado nunca es un arte pasado, los artistas acaban por no pertenecer a ninguna época. Lo cual, sin embargo, no significa que el artista haya alcanzado la eternidad. El arte que quiere escapar de su tiempo es un arte mentiroso, la única manera de adivinar el futuro es inventándoselo. La única verdad en arte es la verdad del presente.

El arte idealista ya no sólo es religioso, es la religión misma. Los museos se transforman en templos y las obras en reliquias. El arte aparece como la hierofanía de nuestro tiempo, y de ahí se explica su gusto por el misterio y lo incomprensible.

Estos son los valores en los que consiste la fe de Narciso, a partir de la cual a religión del arte se torna en religión del yo. Por su parte,  Comte-Sponville no quiere ofrecer una nueva estética materialista a la manera de un nuevo credo, lo único que se pretende al oponer los “ideales” para una estética materialista es ofrecer una visión más explicativa que normativa y más crítica que dogmática. Una estética de la desesperanza no puede erigirse en ley, sino que lo único que puede ofrecer es remitir el arte a la historicidad deseante de su producción y al gusto del que lo juzga.

Universalidad sin sujeto, exigencia, claridad, interés por el presente y carácter profano.

 Si vale para el arte ¿ Cómo no para la filosofía?

 VI

Durante el transcurso de la obra, nos hemos ido acercando a la sabiduría materialista, sin haberla conseguido ya, pero sin perderla de vista en ningún momento. Aunque todavía no sabemos del todo en qué consiste esta sabiduría, comenzamos a vislumbrar en todo caso lo que no es.

Esta sabiduría no es, ni puede ser, salvación de ningún tipo. No hay salvación psicológica, ni política, ni estética. Hemos visto que el materialismo, aplicado a estos tres ámbitos, no puede sino constatar su imposibilidad, lo que no quiere decir que éste no cambie nada con respecto al problema de la felicidad.

Lo que Comte -Sponville ha denominado como dialéctica del primado y la primacía, introduce una inversión del estatuto de los valores, permitiendo pensarlos (aunque no siempre vivirlos) de un modo no religioso.

El materialismo siempre supone una desmitificación de la ilusión, pues el único pensamiento que nos libra de los miedos sin objeto y de la decepción diaria es el pensamiento que conoce. Esta es la constante que une a epicuro, Lucrecio, Spinoza, Marx y Freud. Pero, a pesar de ello, estas ilusiones desmitificadas en el ámbito del pensamiento no siempre desaparecen en la vida.  La verdad puede hacer desvanecer las ilusiones, pero eso no implica que haga desaparecer al deseo ni a los objetos que él mismo se inventa.  La primacía de la razón no anula el primado del deseo, Ícaro crea el cielo al construirse unas alas, y, aunque ese cielo sea un efecto, no por ello deja de elevarse. La belleza no existe como causa, pero, en efecto, disfrutamos de lo bello. Lo mismo pasa con la justicia o la libertad, aunque ellas no existan realmente, sin embargo sí luchamos realmente por ellas.

El materialismo que aquí se propone asciende del primado a la primacía. Ambos polos se reconocen como constitutivos de la acensión. Si se niega el primado, caemos en el idelaismo. Pero si se niega la primacía, no tendremos más que un materialismo vulgar y marchito. Si se afirma el primado de la economía sin tener en cuenta la primacía de la política, caeremos en el economicismo. Y Si nos quedamos en el primado de la naturaleza, olvidando la primacía de la cultura, descenderemos al biologicismo. Y así sucesivamente.

La moral, la ética y la metafísica también deben ser susceptibles de una aproximación materialista que examine sus intenciones y critique sus ilusiones, sin rechazar por ello el caracter de primacía de muchos de los ideales ilusorios que en estas disciplinas se manejan.

La salvación, de haberla, sería la basculación y el equilibrio entre la verdad del deseo y el deseo de verdad, un equilibrio en el que la propia distinción entre estos dos órdenes se anularía en un único silencio que, al mismo tiempo, los disolvería y uniría en lo mismo.

El Tratado de la desesperanza terminaría en un Tratado del silencio si alcanzara la sabiduría que se busca. Esta filosofía, en su plenitud, pagaría con su propia extinción la sabiduría que llegara a alcanzar.

La esperanza de salvación es el último obstaculo a evitar, y sólo se alcanzará la sabiduría si logramos renunciar a la filosofía. Hasta la desesperanza debe desesperar de sí misma ¿ Es esto posible? Como cocluye el autor, en realidad eso carece de importancia, al final es siempre el silencio el que tiene la última palabra.

El hecho de seleccionar, en unas pocas páginas, los contenidos más importantes de una obra como esta implica ya una valoración personal de la misma. El Mito de Icaro.Tratado de la desesperación y la felicidad contiene muchísimas más cosas de las aquí manifestadas.

La obra puede leerse desde distintas perspectivas y por múltiples intereses. Pienso que no puede haber disciplina filosófica que no se pregunte por el objetivo fundamental y originario de la filosofía, pero este libro no es sólo para filósofos. La identidad personal, la  política, el arte y la felicidad misma es un asunto que nos concierne a todos los que nos negamos a pasar  por la vida sin pensar en ella.  André Comte-Sponville, consciente de la universalidad de su preocupación, se ha esforzado ( con éxito) en ofrecer una expresión clara, concisa y hermosa. A pesar de lo que pretendan algunos intelectuales, la belleza no tiene porqué ser incompresible, el rigor no es sólo etimología y la claridad no es sintoma de simpleza, sino todo lo contrario.